Vivir con un objetivo, el sultán y la medicina
Vivir con un objetivo, el sultán y la medicina
Cuenta la leyenda que allá por el medio oriente, existió hace muchos años un Sultán inteligente, bueno y justo a quienes los súbditos tenían en un gran aprecio. Dedicaba mucho tiempo al buen gobierno, de forma que las relaciones con los reinos vecinos auguraban años de paz y de felicidad para toda la población. Los habitantes gozaban de seguridad y bienestar, el pueblo era feliz y el sultán tenía motivos para serlo también, pues veía pasar sus días contemplando un reino alegre y gozando con el cariño de su gente.
Sin embargo, el sultán no estaba plenamente satisfecho. Se le veía preocupado, andaba pesaroso y se mostraba meditabundo. Algo grave debía ocurrir. Sarai, su esposa, llevaba varios días contemplando inquieta el desasosiego del monarca, de forma que le preguntó por la causa de su mal.
– Me preocupa el país y me preocupa nuestro hijo –le respondió él.
– ¿Porqué te preocupa? Es buen chico y seguramente gobernará con los principios y virtudes que le hemos enseñado –exclamó ella con extrañeza–
– Es bueno, pero te habrás fijado –replicó él con mirada angustiosa– que no se atreve a salir del palacio por miedo a la gente. Es tan tímido que no se atreve a exponerse en público ni a hablar con nadie ni a tratar con las personas. Teme al qué dirán de él, piensa que le están juzgando continuamente y le asusta el no sentirse querido.
– ¿Eso es? –le dijo ella en tono casi festivo –entonces no hay porqué preocuparse. Lo que necesita es algo que le importe más que la gente.
– ¿Algo que le importe más que la gente? –repitió él intrigado.
– Sí, claro, esposo mío –prosiguió ella– quien vive preocupado por lo que los demás piensan de él, es porque no tiene en su cabeza nada que valga la pena. Basta tener un amor claro o una misión en la vida, para estar por encima de algo tan veleidoso. Si me permites, te propongo un plan que hará a nuestro hijo comprender que debe estar por encima de lo que la gente opine o deje de opinar.
Después de que ella le expusiese el plan, el sultán llamó al príncipe simulando cara de susto.
– ¿Me has llamado, Papá? –dijo el chico al entrar en la lujosa estancia del sultán–.
– Si, hijo, te he llamado porque necesito encomendarte una misión importantísima –le contestó el padre con ojos indagadores.
– Lo que quieras Papá –le dijo– pero que no sea de tratar con las personas ni de salir del palacio, por favor, que no me atrevo.
– No tendrás que tratar hablar con nadie, pero sí salir del palacio y pasar entre la gente que acudirá a ti –prosiguió él con solemnidad– se trata de llevar un encargo a tu madre. Está muy grave en el palacio que tenemos en la otra punta de la ciudad y necesita tomarse este tazón de medicina. El asunto es tan trascendente que no me fío de otro más que de ti para llevárselo.
Mientras hablaba con él, le entregó un gran cuenco repleto hasta el borde de un líquido oscuro de penetrante olor.
–No se te debe caer ni una gota; la debe beber toda o morirá– prosiguió solemne el sultán.
El chico se puso pálido. Si algo amaba en este mundo era a su madre y por nada del mundo estaba dispuesto a permitir que le pudiera ocurrir algo. Inmediatamente asió el recipiente como quien sujeta reverentemente un cáliz sagrado y sin pensárselo dos veces, se dirigió a la salida del palacio con la mirada clavada en el líquido que transportaba.
La puerta se abrió ceremoniosamente para el príncipe. Apenas éste pisó la calle, una multitud de personas acudió gritando a saludarle, aclamarle y mostrarle de mil maneras el cariño que le profesaban como heredero del sultanato. No faltó quien aprovechase para elevarle peticiones personales, quien pidió justicia para su causa y quién le trató de confiar algún mensaje para sus padres.
El muchacho continuó impertérrito, contemplando aquel líquido como si en él portase las fuentes de la vida misma del universo. Mantuvo su paso firme, como si el gentío no existiese, y su prolongó su concentración hasta que colocó sus pies al otro lado del rico forjado que señalaba la entrada del palacio donde su madre le aguardaba.
Una vez allí, se atrevió a levantar la vista, y para su sorpresa contempló ante sí la radiante sonrisa de su madre, sana como una rosa, acompañada de su padre, que miraba hacia él con ternura y diversión.
– No entiendo –exclamó intrigado el mozo– ¿no estabas tú enferma? –dijo mirando a su madre– ¿y no estabas tú en el otro palacio, desde donde me enviaste aquí?.
– Y tú – le replicó la madre riendo – ¿no eras el chico tímido y temeroso que no tenía valor para encontrarse con el pueblo ni salir del palacio? ¿dónde quedaron tu temor y tu vergüenza para estar en público?
– Te estuvimos contemplando desde la almena –explicó el padre– venías tan concentrado con la misión que te encomendé, que no te preocupaste de lo que los demás pudieran pensar de ti. Tenías entre tus manos la vida de tu madre –eso creías– y con la cabeza embelesada en algo grande, dedicaste tu ser entero a llegar al destino y cumplir con tu deber. Si aprendes esta lección, nada habrá que te frene en tu tarea de regir el reino y tener al pueblo feliz.
Cuenta la leyenda que el chico entendió que cuando se tiene claro el fin y el objetivo, nada ni nadie puede apartarnos del éxito. Gracias a ello, resultó ser un sultán tan justo como su padre y el reino pudo gozar de felicidad y paz durante muchos años más.