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Historias

Portada » Historias » El águila en el gallinero

El águila en el gallinero

  • publicado por Rubén Darío Pulido
  • Categorías Historias
  • Fecha 20 enero 2016
  • Comentarios 0 Comentarios

El águila en el gallinero

Sucedió en México. El misionero don Pedro se encontraba instruyendo a su comunidad sobre la importancia de seguir los altos ideales en la vida. Para ello les puso como ejemplo el águila, que con su vuelo majestuoso y elegante es capaz de surcar los cielos y domeñar todo cuanto se abarca con la mirada. Les comentaba que nuestra naturaleza debe ser como la del águila; que debemos volar, lanzarnos a lo más alto, ser conscientes de que si nos levantamos de los vicios y de las cosas villanías nos alzaremos rumbo a una vida más plena.

La charla era interesante y la concurrencia escuchaba atenta las sabias palabras de su pastor. Solamente un ranchero, desde su banco, oía con una mueca de cierto escepticismo y de desacuerdo. Algunos lanzaban hacia él miradas de cierta complicidad divertida. Al final de la charla, se levantó de su banco y se acercó respetuosa pero enigmáticamente al sacerdote para preguntarle:

– Oiga padre, ¿y todas las águilas son como usted dice?

– Así es su naturaleza – respondió él– y si no está enferma, cualquier águila debería volar.

– Entonces, si no tiene inconveniente, me gustaría enseñarle algo que le va a sorprender. ¿puede acompañarme a mi corral? – le propuso el ranchero.

Al don Pedro le extrañó esa propuesta, pero confiando en él y no queriendo defraudarlo con una declinación, accedió a acompañarlo. Su rancho no estaba lejos, apenas unos kilómetros de la población. Durante el camino, el campesino le fue explicando que aquella era una tierra de águilas y que también él admiraba la fuerza y elegancia de esas inteligentes aves rapaces. Apenas llegaron al rancho, Ovilio –que así se llamaba el ranchero– invitó al misionero a acercarse al corral donde se agolpaban decenas de gallinas en el desorden y desconcierto tan propio de ellas y tan contrario a la distinción y gracia de las águilas, de quienes venían hablando.

– Ahora, usted que tanto ama a las águilas, prepárese para una sorpresa mayúscula – le advirtió Ovilio.

– ¿De qué se trata? – Preguntó indagador.

– Fíjese en el centro del corral, ¿no ve un animal extraño? – le dijo el ranchero tratando de captar la reacción de su huésped.

En efecto, don Pedro no podía creer lo que sus ojos le ofrecían. En medio del guirigay que reinaba entre las aves, se encontraba una pequeña águila. Hacía lo mismo que el resto de las gallinas. Deambulaba por el reducido espacio picoteando el suelo, escarbando entre el estiércol y las demás porquerías que encontraba y abriéndose camino penosamente, como cualquier otra. A don Pedro, profundo estudioso y admirador de la raza aguileña, le pareció el espectáculo más triste que se podía contemplar. ¿Qué podía haber ocurrido para que todo un águila hubiese caído tan bajo?

– La encontré cuando era un aguilucho – le explicó Ovilio -. Se había caído del nido y no hallé a su madre por ninguna parte, así que para salvarle la vida le di calor y comida en mi casa durante unos días y después la coloqué en el gallinero para que se criase con las gallinas. Pobrecilla – prosiguió – piaba con desesperación e impotencia al verse desvalida, pero por otro lado trató de picotearme varias veces mientras la recogía. Tenía dentro de sí el instinto propio de águila. Ahora ya ve, cree que es una gallina y hace lo mismo que ellas.

– Se cree gallina…. – repitió como en un susurro inconsciente el ornitólogo – se cree gallina….

– Y como gallina revolotea, como gallina come y como gallina picotea el suelo, ya lo ve –apuntilló Ovilio– vivir entre gallinas le ha convertido en una de ellas.

– ¿Te gusta verla así, Ovilio? – preguntó don Pedro

– Me encanta contemplar a estos animales, pero reconozco que es un espectáculo triste –exclamó cabizbajo– Sospechó que la pregunta iba encaminada a liberar al desdichado animal y reconocía en su interior que estaría mejor libre.

– Pues si te parece, manos a la obra. Quitemos sus creencias gallinescas y enseñémosle a descubrir su fuerza y su valía –le sugirió don Pedro con entusiasmo–

No fue difícil. En cuanto el animal salió del corral y percibió el perfume de la libertad, emprendió el viaje hacia su destino.

 

 

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