Afilar el hacha
Afilar el hacha
En cierto pueblo de las montañas, el negocio de la madera constituía una de las principales fuentes de recursos. Todos los habitantes del pueblo manejaban el hacha con una destreza singular en la tala que los hacía únicos y admirados en muchos kilómetros a la redonda. Habían puesto la segur como símbolo del pueblo y denotaban un orgullo colectivo de leñadores insuperables.
Cada año, durante las fiestas patronales –dedicadas a san José, de quien todo el pueblo aseguraba que era leñador además de carpintero– tenían un concurso interesantísimo y digno de las mejores olimpiadas. Se colocaban todos en un rellano del bosque, cercano al pueblo, y con varios troncos adjudicados a cada participante, debían de cortar todos los troncos que les resultase posible durante nada menos que dos horas.
El certamen resultaba extenuante, pues se entregaban a él con tal pasión que durante las dos horas de liza, no se escuchaba otra cosa que los golpes secos y las interjecciones de esfuerzo que emitían los forzudos jóvenes, acompañados de los gritos de ánimo de familiares y amigos. Al finalizar, el agotamiento de los participantes era extremo y el premio más que merecido.
Un año se apuntó a la prueba un forastero. Se trataba de uno de los muchos foráneos que acudía año tras año a disfrutar de la fiesta. A todos extrañó mucho, pues era tal la fama de los mozos del pueblo con el hacha, que jamás nadie se había atrevido a retarles so pena de hacer el más espantoso ridículo durante la prueba.
Cuando los residentes del pueblo vieron al forastero dirigirse al campo del torneo no pudieron evitar las risas y chanzas acerca suya. Parecía un endeble y un enclenque comparado con la desmesurada musculatura de los fornidos chicos del pueblo. Sin embargo, caminaba seguro de sí y con una expresión de listillo que no auguraba nada bueno para el resto de los aspirantes.
Comenzó el concurso. Como todos los años, los oídos del público escuchaban los rítmicos y frenéticos golpes metálicos impactar contra la madera. Cada quien quería dar más golpes por minuto que el que tenía al lado.
Sin embargo, este año, los rabillos de los ojos, iban disimuladamente hacia aquel de quien todos decían no importarles: el forastero. Éste, iba tranquilamente cortando sus troncos, sin tanto frenesí, aunque con metódicos y profundos impactos. Para colmo, cada pocos minutos, frenaba su labor durante un breve tiempo, cosa jamás vista durante el concurso.
Tras las acordadas dos horas de brío, sonó la campana que indicaba el final del trajín. Había que contar la madera para elegir al campeón de ese año. Tras un minucioso cómputo, resultó que el vencedor había sido….¡el forastero!
Nadie lo podía creer, parecía una broma, era con diferencia el menos fuerte y a todas luces el menos avezado en las artes de la tala de árboles. ¿Cómo podía haber triunfado? La respuesta la desveló él mismo a la hora de recoger el premio. Lo hizo casi con vergüenza, pues se advertía nítidamente sobre el pueblo el peso de la decepción, del desencanto y de la desilusión. Se acercó al micrófono suavemente, casi pidiendo perdón y les dirigió estas palabras:
– Querido y admirado pueblo. No cabe duda de que sois los mejores leñadores que se conocen por estas tierras, y tal vez los mejores del mundo. Jamás me atrevería a competir con nadie de este lugar a nivel de trabajo ordinario. Sin embargo, he acudido a vuestro concurso año tras año, he observado cómo se desarrollaba y me he dado cuenta de que la pasión, el ansia de ganar y la prisa por cortar más que los demás durante esas dos horas, os hace olvidar lo más importante: afilar el hacha. Lo único que hice yo fue parar cada cinco minutos para darle más filo a mi herramienta y ser más eficaz.
Ante tales palabras, el pueblo prorrumpió en una gigantesca ovación acompañada de risas, felicitaron al inteligente forastero y cambiaron la forma de competir para siempre.
Es ley de vida que las cosas se deterioran cuando no se cuidan y se arreglan continuamente. El amor no es la excepción y necesita cuidados continuos, que son esos pequeños detalles y gestos que hacen crecer y brillar la convivencia. Esos detalles equivalen a afilar el hacha de nuestra felicidad.