No lleves patatas podridas en tu espalda
Las voluntarias y las patatas podridas.
Cuentan que en cierta ocasión un grupo de mujeres quería hacer algo grande en su vida. Tenían tiempo, estaban hartas de su vida intrascendente y sabían que con sus energías y conocimientos podrían hacer mucho bien a las personas necesitadas. Por ello, acudieron a un centro de capacitación de voluntariado. Querían ir al tercer mundo o a los barrios más pobres a entregar su vigor en favor de los que sufren.
Cuando se presentaron en el centro de voluntariado las recibieron con alegría y les explicaron que para entregarse a una tarea tan importante y delicada, deberían de pasar una prueba; un curso de formación y de aptitudes para comprobar su idoneidad para los quehaceres que se requirieran. Las enviaron a un albergue de la montaña junto con otros postulantes que con entusiasmo también acudieron a probarse y obtener la formación necesaria.
Los días transcurrían con un gran aprovechamiento y aparentemente todo iba de maravilla. Estaban aprendiendo cantidad de aspectos de la psicología humana, de medicina, de economía familiar y otras habilidades personales que les servirían para ser útiles donde quisieran disponer de ellas.
La directora del curso sin embargo, no acababa de convencerse sobre la disposición de aquel grupo. Presentaban unas ideas claras y una voluntad irreductible de ayudar, pero su espíritu cargaba con un lastre que les impedía ser libres y útiles en la tarea de hacer mejor la vida de los demás: estaban llenas de rencores. Muchas veces les había hablado de la importancia de perdonar, de liberar el espíritu, de dejar la infelicidad del resentimiento, de no permitir a los malos pensamientos frenar su espíritu. Ellas no entendían el porqué de esa insistencia. Les gustaba hablar continuamente de lo mucho que habían sufrido en la vida, de los males que habían tenido que soportar y de todas las personas que de una u otra forma les habían herido. Era su tema favorito.
Un día la directora, decidida a terminar con ese problema, las reunió en la sala principal. Junto al estrado, colocó una gran caja llena de patatas y una mochila con el nombre de cada una de ellas. Una vez congregado el grupo al completo, les comentó que como actividad formativa los siguientes días iban a hacer algo especial. Cada una de ellas iba a coger uno de los macutos, después iba a pensar a cuántas personas tenía rencor y por cada persona debía de introducir una patata en él.
A ellas les pareció una ocurrencia extravagante pero interesante, y se reían divertidas mientras introducían los tubérculos en la bolsa comentando a qué persona correspondía cada uno de ellos. Unas metieron cinco, otras siete y hasta doce patatas llegó a colocar alguna.
Una vez cargadas con el extraño equipaje, la directora les indicó que hasta nuevo aviso llevarían sobre su espalda la bolsa. Cargarían con ella en todas las actividades que realizasen. Al inicio todo eran bromas y risas respecto a la ingeniosa idea. Se convirtió en el tema central de las conversaciones y de las chanzas. Después, tras una jornada entera con la mochila, comenzaron las primeras quejas respecto al peso y a los dolores de los riñones. De todas formas, aguantaron estoicamente pensando que si la directiva pedía aquello, por algo sería.
Al tercer día, la cosa se puso muy seria, pues ante tanto movimiento y tanto roce las papas comenzaron a pudrir y a oler. Alguna de ellas, que nunca había experimentado la fetidez de una patata podrida, empezaba a sentir insoportables mareos y arcadas. ¿Porqué tenían que soportar aquello?- comenzaron a comentar las más finas de olfato y las más delicadas de espalda -. Poco a poco la directora, hasta entonces tan grata y buena para ellas, les iba pareciendo una tirana insoportable, y una abusadora de la buena voluntad que le profesaban. La rebelión estaba a punto de estallar.
La directora, atenta a la jugada, comprendió que era el momento de reunirlas y explicarles la lección.
– Me han llegado rumores de que existe un malestar entre vosotras, ¿es verdad? – les preguntó fingiendo ignorancia con todo el cinismo del que fue capa-.
Nadie contestó, pero el ambiente de malestar era tan denso que se podría cortar con un cuchillo.
– Sé que ha sido una prueba muy especial –prosiguió– pero si me entendéis el mensaje, habrá valido la pena. Cada una de vosotros metió en la mochila el odio que lleva en el corazón, por eso tantas patatas como personas odiadas. ¿cual ha sido el resultado? Por una parte un peso inútil sobre la espalda que os causa dolor y por otro, tal vez peor, la fetidez que produce la podredumbre.
En vuestra labor de voluntariado, vais a tratar con personas, vais a buscar hacer sus vidas mejores. No podéis acudir a ellas con pesos inútiles de rencores, pues notarán que vuestros espíritus no son puros ni libres. Quien respira rencor, emana su veneno, lo transmite con su actitud y lo contagia por donde quiera que va. No podéis ayudar a nadie si vuestra alma apesta. Por eso, si queréis ayudar al prójimo, dejad el macuto interior del resentimiento y comenzad a ser felices.