Leonardo Da Vinci y las compañías
Leonardo Da Vinci: Jesús y Judas por su rostro y su ambiente
En uno de los muros del comedor del convento de Santa María delle Grazie, en Milán, se encuentra una de las obras pictóricas más admiradas y estudiadas de la humanidad: la última cena de Leonardo Da Vinci.
Leonardo se tomaba con mucha calma sus obras, pues buscaba en ellas la perfección absoluta. Cuentan que la última cena se trató para él de un auténtico reto y que la convirtió en una de sus creaciones más dilectas. En primer lugar por su temática y después por la cantidad de rostros y figuras representativas y modélicas que debía representar. Para él no se trataba de pintar cuerpos sino de reflejar la personalidad de cada uno con sus cualidades y virtudes. No en vano, en su escrito “consejos para la pintura” que ha llegado a nuestros días, escribió que ”Los movimientos de las personas son tan diferentes como los estados de ánimo que se suscitan en sus almas, y cada uno de ellos mueve en distintos grados a las personas”.
Para él, pintar a un personaje histórico equivalía a dibujar su alma. Por eso, pasaba horas y hasta días contemplando su propia obra para corregir, pulir y matizar cuanto fuese necesario hasta representar exactamente lo que buscaba.
Comenzó por la figura principal, la de Jesucristo y obviamente, necesitaba a alguien cuyo rostro y figura denotasen la belleza que otorgan la bondad absoluta y la ausencia total de vicios y maldad en su vida. Leonardo, para encontrar el tipo de persona que buscaba, trató de ponerse en contacto con hombres de vida recta y honrada. Le recomendaron muchísimos jóvenes y se le presentaron voluntariamente decenas de ellos. Al final Leonardo se decantó por un chico de 19 años cuyo rostro transmitía la paz y la inocencia que estaba buscando. Efectivamente, era una persona a quien todos admiraban por el tenor de vida que llevaba, rodeado por personas del mismo talante y bien hacer que él. Durante varios meses lo mantuvo a su lado, posando en su estudio, hasta que logró la perfección que encontramos en el personaje central del famoso mural.
Siguiendo el mismo proceso de selección exhaustiva, el genio pasó nada menos que otros seis años eligiendo y retratando a cada unos de los once siguientes discípulos de Jesús, haciendo de cada uno de ellos un espejo de las virtudes y características que el artista quería reflejar.
Dejó para el final a Judas Iscariote, el traidor. Era el personaje más difícil. Necesitaba un rostro que denotase la avaricia, la traición, el vicio, el resentimiento, el odio y el crimen de tan nefasto personaje. Para ello, el artista no dudó en recorrer las más turbias tabernas, lo barrios más bajos y los tugurios más pestilentes de Milán con el fin de encontrar un personaje que reflejase todos los vicios que anidaban en el traidor. No lo encontró. Necesitaba algo peor de lo que había encontrado en los barrios bajos, de forma que comenzó a visitar las cárceles. Allí, entre los más depravados, seguro que encontraría a su Judas.
Cuando ya desesperaba de su tarea, un conocido, le habló de un personaje que se hallaba en una mazmorra de la Ciudad Eterna y que tal vez satisficiese lo que estaba buscando con tanto ahínco. Sin dilación alguna acudió a Roma, y en el más recóndito calabozo encontró a un personaje repelente que destilaba odio y desesperación por doquier. Se encontraba justo ante lo que buscaba.
Logró el permiso de las autoridades y lo trasladó a su estudio de Milán custodiado por guardias carceleros. Una vez allí, el prisionero posó durante varios meses con paciencia para que Leonardo lo fuese pintando. A todos extrañó la tranquilidad y conformidad con la que el reo aceptaba esa desesperante quietud inmóvil que requiere el posar, pero nadie, ni siquiera el artista, se reparó en las miradas interrogativas y enigmáticas que el reo enviaba continuamente a Da Vinci.
Tras varios meses de concienzuda labor, por fin consideró finalizada la obra y llegó el momento de que el prisionero regresase a la prisión. Antes de partir, el convicto, de 25 años, lanzó su última mirada a Leonardo.
– “Da Vinci, dime la verdad, ¿no me has reconocido?” – le preguntó.
Con extrañeza, el artista le respondió:
-“Creo que no, ¿nos conocemos de algo?”
– “Claro que nos conocemos – respondió él con pena – soy el mismo a quien hace seis años pintaste como Jesucristo.”